UNA CIUDAD QUE TODAVÍA SE LLAMA PARÍS
Cualquiera diría que la tarde en que nos despedimos se definieron los siguientes veinte años de mi vida. No es cierto. Un parque del que no me acuerdo ni siquiera el nombre, un invierno desganado que no se tomaba en serio el trabajo de desanimar a la gente y dejarla sentada frente a los últimos televisores de tubo, una ciudad que todavía se llama París pero que bien podría haberse llamado de cualquier otra manera —ya que ese día no caminé junto al Sena ni sonreí dentro del Pompidou—, no hicieron más que decorar una decisión que había sido tomada mucho tiempo atrás. Hablo de décadas y quizás hasta de siglos. Fueron mis padres y mis abuelos y también los abuelos de mis abuelos, gente que no imaginaba nada de mí y que sin embargo trazó un camino del que no pude apartarme y al que siempre —ahora lo tengo claro— terminaré volviendo.
Cuando la conocí supe que todo entre nosotros iba a pasar, más allá de lo que cualquiera de los dos intentara hacer para evitarlo. Supe también que no iba a durar y eso fue más fácil porque a esa altura ya había aprendido que el amor estaba hecho de muchas cosas pero más que nada de finitud. Pude prever la llegada de esa tarde en que ella iba a venir al parque con sus anteojos oscuros para disimular que había llorado, que iba a encender un cigarrillo atrás del otro para dejar ver que se quería morir. Casi que la escuché titubear al momento de pedirme que no insistiera, que eso iba a ser lo mejor para los dos. En cuanto la vi supe que iba a despertarme en un colchón sobre el piso, enredado con ella y las sábanas, que iba a pasar frío, hambre, que nos íbamos a emborrachar todas las veces que pudiéramos, que iba a fumar mucho, que las risas iban a terminar en tos, que me iba a confundir en ella y que iba a sufrir como se sufre pocas veces en la vida.
Fui yo el que se acercó, el que habló primero. Ella sonrió, dijo algo sobre mi acento, la manera en que pronunciaba. Mientras me disculpaba articulando lo mejor posible mi francés de escuela secundaria, la miré un segundo. No estoy seguro de cuántas cosas más supe en ese momento, sólo recuerdo que agradecí la oportunidad.
Pocos días después de esa tarde en el parque subí a un avión y volví a Buenos Aires. Al monoambiente donde me esperaba la misma mujer que había abandonado meses atrás. Ella tampoco se sorprendió al verme.